Ayer por la
noche fui con mi papá a ver la nueva película de Woody Allen, Medianoche en
Paris. Fui con mi papá, pues desde muy chica él me contagio esa devoción, ese
amor y ese interés por las películas de tan reconocido director. Al llegar a la
sala depositamos nuestros cuerpos sobre los asientos negros de cuero,
acomodamos el pop corn y nuestras burbujenates bebidas en la mesita, y nos
dedicamos a disfrutar de la película.
Simplemente maravillosa,
me transportaron a Paris, al de la actualidad y al de los años 20. Me encanto,
pues sobrepaso mis expectativas en todo nivel y porque despertó aún más en mí
la necesidad de descubrir por mis propios medios, el encanto y la magia de aquella
bella ciudad, que de noche se enciende de colores.
Además, de alguna
manera me sentí identificada al igual que muchos con el fondo de este
largometraje, el encanto de la nostalgia. El aferrarnos a recuerdos, a épocas
que quizá vivimos o son más antiguas que nuestra propia existencia, es
decir, pretender buscar nuestra
felicidad en los recuerdos del pasado.
Esa tristeza
melancólica por el recuerdo nos invade por dentro y nuestro rostro lo muestra
por fuera, sobretodo nuestros ojos son quienes delatan lo que escondemos
dentro. Y que solo se iluminan cuando visualizamos en la mente el baúl de
recuerdos de lo que pudo ser o no, o cuando nos tele transportamos en la
historia.
Pero debemos
dejar de utilizar la máquina del tiempo para ser realmente felices aquí y
ahora. Debemos dejar de añorar algo que quizá solo existe en los libros por
algo real que nos llene por completo no solo la mente si no también el corazón.
Algo que nos motive a mirar para delante sin importar las consecuencias. Algo que
nos haga sentir realmente vivos.
Debemos ser
valientes y dejar de escondernos en los recuerdos, memorias e ilusiones y empezar
a ser realmente felices, a vivir el hoy. Pues a pesar del encanto de la bella
nostalgia, es mejor aceptar el presente como lo que es.